Belle de jour a mi gusto 10. La historia de Adèle II – Las yeguas no hacen ascos al incesto

FECHA: 1/31/2014

Afrodita

Naciste de una Concha como eres:

lúbrica Flor para el Amor fundada,

Diosa Puta, Maestra consumada

en las artes que emulan las mujeres.

Sin Ceñidor seduces a quien quieres,

y con él enloqueces la mirada,

destruyes la razón, dejas ganada

la fe del más templado de los seres.

Paris no tuvo dudas frente a Hera

o Atenea, rivales de Afrodita,

de quien toda hermosura toma ejemplo,

y con la Poma de Oro justiciera

pese al rencor divino que suscita

orna la Hermosa el Ara de su Templo.

El Amo me dijo que era el día de mi gran prueba y que de cómo la pasase dependía mi futuro, y al decir esto me mostraba una cartera portafolios llena de sobres con distintas direcciones de aspecto muy semejante al que me entregó con mis malditas fotos porno; que iba a encontrar gente muy conocida pero que mi identidad iba bien protegida, solo faltaba que engolase algo la voz. Me quité la cabezota de yegua y miré hacia el salón; estaba muy concurrido, unas veinte personas ¡madre mía, trabajos forzados! La luz no era muy buena ya que solo se habían encendido de momento las lámparas de velador de las mesas, supongo que pensaban encender las candilejas cuando yo saliera. Distinguí primero a tu marido, Serizy, y a su amigo Husson, a un vecino de mi mismo portal, Pierre Chateraux, al marido de tu amiga Renée, al dueño de la tienda de tabaco, al notario, Ribaud, y ¡oh Dios! a mi hermano Benedict … y al fin los ví, en la penumbra del fondo del salón, y quedé petrificada: mi marido y – aún me dan calambres- mi único hijo, André, precioso con sus recientes quince años; se ve que el putero de mi marido, siguiendo una tradición de los machos de su familia, quiso hacerle al chaval el regalo de pubertad, aprovechando que estrenaban a una puta. Casi di un grito y me volví hacia el Amo con una súplica en la mirada velada por el antifaz: ¡¡¡está mi hijo!!! Están mi marido y mi hermano, pero esos no me importan tanto, pero está mi hijo, mi André.

El canalla no se cortó un pelo ni tuvo compasión de mí, me anunció  que solo me diría tres cosas que no pensaba discutir y solo me las diría una vez: 1) que donde estaban mis promesas de anteayer de que me acostaría incluso con mi padre, que ya se veía que en mis palabras no se podía confiar, que estaba mi hijo ¿y qué? las yeguas no hacían ascos al incesto y su cuidador si le parecía bien las cruzaba con su padre, con su hermano o con su hijo y que así se mejoraba la raza y se originaban los purasangres, como sucedía con los faraones egipcios, que se casaban entre hermanos y, fruto de tales incestos, dieron lugar a Cleopatra;  así que si hoy tu hijo te deja preñada puede que dentro de quince años tengamos una nueva yegüita purasangre preciosa que domar; -esto me dolió mucho, pero como siempre, me callé por miedo- 2) que él no había tenido nada que ver con esto, que se distribuyó propaganda del acontecimiento por el barrio y se ve que alguna les llegó, y a tu marido, que pasa la vida entre putas, se ve que se le ocurrió regalarle  una sesión inaugural, que ignoraba sería con su puta (yegua) madre; que no veía nada malo en ello porque si había que iniciarle en el sexo ¿quien lo habría de hacer con más amor y consideración que su puta (yegua) madre?, y que el gasto corría a cargo de la casa y el chaval lo haría gratis, que había que incentivar el paso de la juventud por los burdeles (Establos); 3) y principal, que yo era libre de hacer lo que quisiera y reventar la operación, pero que él ya tenía prevista esa eventualidad y el jet de los árabes aguardaba una señal suya con los motores encendidos, ya les había suministrado dos yeguas, dos descartes, y aguardaban por el tercero, yo; pero como alguna explicación habría que dar a los clientes frustrados del salón, yo saldría inmediatamente para Abu Dhabi y estos sobres (y señalaba el portafolios) para fomentar la lectura de estos buenos clientes, a los que la espantada de una yegua mal domada dejaba compuestos y sin novia. Que tenía dos minutos de reloj para decidirme.

Ante lo cual me calé de nuevo el cabezón de yegua y me dispuse a hacer de primera puta (yegua) de mi adorado André, al que en su día parí y crié a mis pechos, y hoy excitaría con esos mismos pechos y me dejaría follar por él por la misma abertura que lo parió.

El Amo salió al escenario por detrás del telón y con él salieron mis yeguas compañeras: Azabache, Orquídea, Mejorana, Cartujana y Ventolera, cada una desvestida a su manera, desde la que se presentaba completamente desnuda -la de pechos más firmes- a la vestida con una túnica completa pero transparente y bajo ella un tanga escueto y un top a juego, pero todas sin excepción llevaban medias musleras y tacones altos,  todas cubrían, como yo, su cabeza con su máscara de yegua y todas, como yo, llevaban tatuada el anca con la cabeza de yegua y su número. Las yeguas se dispusieron en formación regular por el fondo del escenario. En tono grandilocuente El Amo soltó un breve discurso de presentación de la nueva yegua recién domada, es decir, yo, y advirtió que la doma había sido complicada, por lo que no sería de descartar algún extraño o algún conato de desboque porque la yegua (yo) era realmente brava, pero que todo quedaba compensado por su (mi) carácter fogoso y su (mi) rara hermosura, que pronto podrían admirar y más tarde montar (más allá de la metáfora, me presentaba realmente como un bello animal, pero animal al fin). Y sin mayor preámbulo dio un silbido y aparecí yo llevada de las riendas con que habían enjaezado mi máscara de yegua por un mozo de cuadra, pero, aún así, manteniéndome erguida y arrogante sobre mis altos tacones. El mozo me hizo desfilar por todo el borde del escenario, entre los aplausos de los concurrentes, muy impresionados por la puesta en escena y ¿por qué no? por mi evidente belleza y adivinada lascivia. Finalmente vine a situarme junto al Amo, un poco hacia adelante y a su izquierda; entonces el me presentó triunfalmente como:

¡¡ANÉMONE,  LA YEGUA Nº6 DE MI YEGUADA!!

Acto seguido, los presentes, como en cualquier hipódromo o feria de ganado, fueron invitados a subir al escenario para examinar a su antojo el bello ejemplar de yegua por el que iban a pujar. Y allí me vi palpada, acariciada, palmeada, sobada, magreada, pellizcada, invitada a caminar, girar, sentarme y abrirme de piernas hasta que todos quedaron satisfechos de su examen o su magreo. Especialmente intenso fue el momento en que mi hijo, a incitación de su padre, osó allí, en público, ante todos, palpar mis pechos –los que en su día le amamantaron- y acariciar suavemente mi pubis metiendo la mano bajo el tanga. Si en esas circunstancias no me solivianté y salí corriendo  es que estaba dispuesta a cualquier cosa ¡mi hijo palpándome como a una auténtica yegua! ¡Oh Dios!

Una vez hubieron bajado del escenario, el Amo presentó la puja pero antes me atribuyó una salvedad que, la verdad, más bien se le había ocurrido a él; habló de que entre los caballeros había uno que, por su juventud, también se estrenaba esa tarde y que, como a la juventud había que tenerla contenta, porque representaba a los clientes futuros, Anèmone (o sea, yo) había sugerido que fuera precisamente ese jinete más joven el que la estrenara en la monta en la que él mismo se estrenaría como jinete, y como le parecía justo y conveniente, él como dueño de la yeguada aceptaba, y añadía de su parte que tampoco se le cobraría “esta vez”, por ser la primera. Los asistentes de buen ánimo celebraron el doble debut de yegua y jinete con aplausos. Que los demás hicieran el favor de anotar en el tarjetón azul que se les había entregado la cantidad con la que pujaban, no inferior a nnn, para determinar el orden en que habrían de montar a la yegua Anèmone (yo), y que la entregaran al mozo encargado de la puja, tarjeta que se les devolvería con el número de orden conseguido y una marca, si habían traído certificado médico reciente, que les habilitaría para montarme sin condón. Pero que solo los tres primeros habrían de pagar la cantidad pujada, mientras que a los demás, independientemente de lo pujado, se les aplicaría la tarifa base. La verdad es que el Amo, como siempre, era muy organizado (hasta para engañar, coaccionar, o sea, domar a sus yeguas).

Y sin más dilaciones, mientras la maquinaria de la puja empezaba a funcionar, el Amo llamó a mi hijo y le entregó mis riendas, dándole un cachete amistoso, le dijo que ahí me tenía, que yo era toda suya ¡canalla!, porque él sabía a quien me entregaba ¡a mi propio hijo! Y así, conducida por las riendas que el chaval sujetaba, marché con paso firme hacia el incesto, mientras los demás asistentes jaleaban y daban ánimos al muchacho. Ya por el camino mi marido se apresuró a abordarme para ofrecerme una importante propina si me esmeraba en la iniciación sexual de ¡nuestro propio hijo!

El chico me llevó a mi cuadra siguiendo las indicaciones del mozo que nos guiaba. Una vez allí -recuerdo bien todos los detalles, que ya nunca olvidaré- me quité la máscara de yegua, pero no el antifaz. Me dijo – mi chico había sido instruido por su padre de que a las putas había que tratarlas con autoridad- que me quería ver la cara, y le tuve que explicar que eso no podía ser porque yo era del mismo barrio que muchos de los que estaban por montarme y que me los podía encontrar en la calle un día y me podían reconocer; insistió pero le dije que me iba a ver toda entera, pero la cara no. Se quedo algo amohinado, pero le animé, le pregunté si ya lo había hecho con alguna chica, y me contestó fanfarrón que claro, que en su instituto las chicas eran unas fulanas y les gustaba mogollón tirarse a un tío. ¿Tan fulanas como yo, le pregunté? Y me dijo que era diferente, que yo era una puta de bandera, que se corría uno solo con verme, que era preciosa y que era una pena que fuera puta; se quedó sorprendido cuando le aseguré que aún no lo era, que era él el que me iba a hacer puta, cuando su padre me pagara la propina, pero que como siguieran charlando ni puta ni nada. Le toqué el paquete y lo llevaba ya a reventar, pero al tocarle dio un respingo; le dije que no se preocupara que las putas éramos muy descaradas y tocábamos lo que creíamos conveniente tocar para excitar a los hombres. Pero que primero había que jugar un poco: y le pedí que me desnudara. Le costó atreverse y le azucé diciéndole que no temiera faltarme al respeto, que yo solo era una puta sin vergüenza que no merecía respeto alguno. Empezó a quitarme el body con algo de apuro y torpeza, le ayudé y quedé en medias, tanga, zapatos y antifaz; luego le desnudé a él, ¡mi niño! Se sonrojó ¡inocente! porque estaba completamente empalmado. De repente en una reacción desmedida para superar su cortedad me quiso tumbar bruscamente sobre la cama; le pedí calma, le dije que las mujeres -las putas también- eran como instrumentos de música que había que tocar con mimo y cariño porque si no desafinaban y sonaban mal; que tenía que empezar con caricias -a las putas, con besos no, no es costumbre- con caricias en las partes más sensibles: tetas, pezones hasta que se hinchan … y le dirigía sus manos a esas partes mías -¡qué sensación tan dulce, André, mi niño!- aunque mis pezones ya estaban erizados por obra de las pezoneras- y de la excitación que la insólita situación me producía-; suavemente nos acostamos, lubriqué con aceite de bebé sus partes y las mías, y llevé su mano a mi grieta tratando de enseñarle cual era el botón del amor, mi clítoris – para entonces también muy excitado- haciéndole comprender que al mover el pene en la vagina de cualquier mujer -no de las putas, que están más para dar placer que para recibirlo- debía procurar excitar ese punto que es donde la mujer recibe más placer, y de paso el hombre también, y meter y sacar con parsimonia para alargar el placer mientras se pudiera; abrevié pues temí que se me corriera fuera y le arengué para que me penetrara; falló una vez, pero a la segunda me la metió entera -¡Aaaah! todo estaba consumado ¡qué sensación tan dulce para mí! Y pensé: pues tenía razón el Amo, si había de iniciarse con alguien ¿con quien mejor que con su puta madre? ¿dónde habría de encontrar una puta más cariñosa?- entonces le dio un acelerón, y empezó a meter y sacar sin tino, y se me fue a la tercera vez, derramándose entero en mi vagina y útero, viniéndose sobre mi como en desmayo; yo le abrazaba y acariciaba la nuca dulcemente ¡como lo haría su puta madre!¡realmente, como su puta madre! ¡madre y amante! ¡madre y amante mercenaria! Se había consumado el incesto ¡¡¡Y no tenía el menor cargo de conciencia!!! Por el contrario estaba alegre, radiante y orgullosa ¿sería eso de las yeguas que decía el Amo o porque yo me había vuelto loca o porque había perdido ya el sentido moral? Ahora creo que por nada de eso; quizá el incesto -y otras cosas- no son contra natura más que por las convenciones sociales consagradas de forma muy compleja.

Pero volvamos al caso, despabilé a mi hijo, lo lavé en el bidet, me lavé yo y le dije que le iba a enseñar otras cosas que hacemos las putas de verdad y a las que seguramente no llegaban las putas de su instituto; así que le dije que se tumbara en la cama con las piernas colgando y me arrodillé entre ellas sobre la alfombra. Me preguntó con curiosidad qué le iba a hacer y le dije que nada malo, y no le dije más, el resto fue mamarle el hermoso pene, lenta, profunda y enérgicamente; el pene al notarse en el medio cálido y húmedo de mi boca en seguida estuvo tieso y excitado; mis labios lo estrechaban con devoción y sentían crecer  la tensión sexual del chico en cada recorrido; André se retorcía de placer como en el potro de tortura, rugía y suplicaba que siguiera; detuve un poco el ritmo para prolongarlo más; se podía porque ya era el segundo acto de nuestra sesión, y subí el ritmo de nuevo hasta que se arqueó y empezó a insultarme: jodía puta, yegua, malnacida, cómeme ya de una vez que me vas a matar, y yo le bajé el prepucio y continué con la lengua, pausada morosamente, y al llegar a la punta un beso, le sentí que se iba y pasé a tragarme su picha entera, para recibir ávidamente todo su semen en mi boca; casi me ahoga su leche, purísima y espesa, que deglutí y saboreé; le dí una última lamida, como buena felatriz, por dejarle limpio el pito y le pregunté con sorna si esto lo sabían hacer las chicas de su instituto. No me contestó.

Le dije que le quería hacer otra cosa para ganarme bien la propina de su padre, pero que no sabía si tenía fuerzas aún. Me dijo muy gallito aunque con voz desfalleciente que las tenía para de aquí a mañana. Entonces le hice un poco de pajeo y el vástago se irguió de nuevo; le dije como disponernos para una cubana y él, a horcajadas sobre mi torso, metió el cipote -precioso- entre mis hermosas y recrecidas tetas, lubriqué bien todo y le indiqué como moverse mientras que yo apretaba con mis manos aquellos suaves aunque firmes pechos para encerrar bien apretado al enemigo, y funcionó, pero me dejó perdido el antifaz, boca, cuello- ¡pues no brotaba con fuerza ni nada aquel manantial!

Ya limpio él, le despedí con un beso al aire mientras me disponía a ducharme antes del próximo cliente. Se fue obnubilado.

Sería preciso acelerar algo la cosa si quería acabar mi tarea a una hora razonable. Me asomé disimuladamente al salón y advertí, para mi consuelo, que solo quedaban unos ocho de los veinte iniciales; se ve que los peor librados de la puja, desanimados por la media hora larga que había dedicado a mi bello amante Andrè, habían desistido o habían apagado sus fuegos en los coños de mis yeguas compañeras.

Del resto de aquella tarde poco hay que destacar; perpetré otro incesto, con mi hermano Benedict, pero no había comparación, si lo de André fue hondamente dramático, y sin duda me dejaría huella, lo de Benedict fue meramente anecdótico, con poca diferencia con un cliente más, aunque conocido; si se deja que se casen los primos, los hermanos no le van lejos, y en la historia a veces se han casado; lo de mi marido fue más bien cómico, él, tan putero, pagaba por acostarse con la puta de su mujer, sin saberlo, y sin saberlo se ponía los cuernos a sí mismo y hacía cola mientras se los ponían los demás, en especial el apuesto Serizy – perdona Belle, ahora de puta a puta, ahora en que los celos carecen de sentido- con él disfruté a tope y satisfice un antiguo deseo contenido, que en esta ocasión se resolvió espontáneamente. ¡Qué cacho de galán tienes para ti, querida! ¡Cómo te lo había envidiado y como lo disfruté! Después de mi André fue mi amante más apreciado aquella tarde. De los demás nada que relatar, salvo de Husson. Yo sé que cae muy mal, pero, cosa rara, a mí me da cierta confianza; estuvo todo el rato soltándome nombres de posibles vecinas puteables: Henriette, Severine -lo siento, querida pero él te tiene anotada entre las probables- ¡Renée! – ya ves tú- y finalmente Adéle – yo misma-, pero me descartaba por lo del incesto con mi hijo, y a Henriette, por ser ya muy antigua en el oficio, de nuevo tú … y vuelta a empezar. Ya sabes, a Husson más que follar le importa joder. Y en un tris estuvo que no me descubriera, pero tú le resultabas mejor candidata, aunque el cuerpo que tenía delante no se ajustaba a tu esquema, pero si no llega a ser por el incesto, me descubre y no sé que hubiera pasado. Y aquel día crucial para mí no dio más de sí. Aquella noche en casa todo fue normal, aunque de cuando en cuando mi marido y mi hijo hacían apartes, sin duda para comentar entre ellos el lance con la bella y enigmática puta del antifaz. Esa aventura común les había unido y curiosamente en su complicidad yo no pintaba nada; ¡si supieran!

Sin embargo, para mí, aquella “puesta de yegua”, incestos incluidos, tuvo la virtud – a la fuerza ahorcan – de dejarme muy claro la potencia de la extorsión que se estaba ejerciendo sobre mí: si habían podido forzarme a follar con mi propio hijo – aunque muy secretamente reconociera que eso me hubiera gustado – podían forzarme a cualquier cosa, incluso a soportar un grado mayor de esclavitud o mi venta, como habían amagado,  o mi muerte, si estorbaba o comprometía sus planes, sin que tuviera ya capacidad alguna de rebelión. Antes de que llegara a ese nivel de sometimiento, la necesidad me impelió a buscar una defensa. Muy en secreto acudí a una organización feminista muy implicada en la lucha contra la prostitución bajo coacción; al contarles mi caso me propusieron actuar de inmediato, a lo que yo me opuse porque implicaría la revelación de mi prostitución a mi familia y círculos de amistades y la ruina de mi reputación de forma inmediata, pero si me mostré dispuesta a buscar una salida lo menos lesiva para mí a medio plazo; entonces me encaminaron a un abogado penalista muy prestigioso que colaboraba con ellas en estas materias.

Así lo hice y el abogado, tras escuchar las líneas generales de mi problema, me aconsejó la denuncia inmediata de los hechos ante la policía o el juzgado, ya que de no hacerlo el problema se agravaría más y más en mi perjuicio; no obstante reiteré mi objeción de que esa vía, que tantas veces había considerado, traería consigo el conocimiento público de mi envilecimiento, incestos incluidos, lo que en un entorno de clase media alta, significaría mi muerte social y la destrucción de mi familia; él me hizo notar que eso podría ocurrir accidentalmente por muchas causas: porque lo provocaran los propios extorsionadores como castigo, venganza o mero despecho, o que se terminara haciendo público por cualquier causa: alguien que me descubriera – un cliente de mi entorno, por ejemplo – o alguien que ante una sospecha iniciara una sencilla indagación, y si esto se produjera así los efectos que teme serían los mismos y, además, quedarían serias dudas, al no haberlo denunciado, de si su prostitución no habría sido voluntaria o al menos aceptada por mí sin demasiada resistencia, con lo cual no me quedaría forma eficaz de que se me considerara víctima y se me resarciera y reparara todo el mal que me habían hecho. Los argumentos del abogado eran muy sólidos y así se lo reconocí, pero le confesé que el temor al escándalo me aterrorizaba de tal manera, que estaba inclinada a seguir manteniendo la doble vida que llevaba.

Entonces, como mal menor, el abogado me sugirió un plan. Yo reuniría todas las pruebas de que dispusiera: fotos (el álbum que me entregó el Amo) y el sobre que mi extorsionador pensaba enviar a mis allegados, junto con la nota para ellos incluida por él en el mismo sobre, y cuantas otras pudiera juntar y redactaría un relato minucioso de los hechos que me habían llevado a la situación actual, que fecharía y firmaría, que en su momento pudieran ser la base de una denuncia formal en el juzgado de un delito de inducción a la prostitución bajo extorsión y bajo amenaza de trata de blancas. Que acudiera a un notario y dejara todo ello, en una caja debidamente precintada por el propio notario, bajo la custodia legal del fedatario público, que asimismo extendiera un poder al propio abogado para que, bien por iniciativa mía si llegaba a cambiar de opinión, o a iniciativa del propio abogado en caso de desaparición o grave daño, que impidiera hacerlo por sí, de la poderdante, es decir yo, pudiera recoger el paquete custodiado en el notario, y obrar en consecuencia, es decir, poner la oportuna denuncia ante el juzgado. El plan me pareció perfecto. No iba a ser barato, pero sin duda merecía la pena.

El abogado me aconsejó además que contratara protección con una buena agencia de detectives que, además de protegerme, le notificaran inmediatamente a él de cualquier incidente grave que motivara suficientemente la puesta en marcha del procedimiento de denuncia en los términos que habíamos hablado. Me mostré de acuerdo, le solicité sus servicios al respecto, y le rogué que, puesto que los conocía, él mismo informara del tema a la agencia de detectives, y cuando se formalizara, yo acudiría a firmar el contrato de protección.

En dos semanas todo estuvo en marcha y yo me sentí mucho más aliviada, mientras tanto me daba un plazo de unos meses para ver si me atrevía a tomar la iniciativa de la denuncia.

Por otra parte y previendo que el asunto reventase de una manera u otra, a imitación de los marinos que antiguamente hacían antes de una travesía peligrosa, me dediqué a poner en orden mis asuntos económicos. Al matrimonio, convenido por las familias, yo había recibido una dote importante de mis padres, que gozaban de buena posición; consistía en unos cuantos lotes de acciones de compañías eléctricas y de bancos, a más de una casa y un par de fincas; al mismo tiempo se había acordado la separación de bienes privativos de ambos cónyuges. Toda mi dote privativa estaba custodiada en una cuenta en el banco en que se operaban los bienes del matrimonio. No obstante, al suceder el asunto de mi emputecimiento yo abrí una nueva cuenta a mi nombre en otro banco, donde iba ingresando las cantidades obtenidas en mi práctica prostibularia que, aunque muy mermadas por la exacción del Establo aún eran altas por el lujo del prostíbulo, con lo cual se había ido acumulando un cierto dinerito, ya que tiraba poco para gastos a partir de esa cuenta. Pero lo que sí empecé a hacer, dándome cuenta del peligro de que todo reventase, fue ir vendiendo los activos de mi dote y traspasándolos a la otra cuenta, desde donde fui reinvirtiendo a veces en otros bienes seguros, bonos del Estado y otros, todos a mi nombre y en un banco y cuenta de los que solo yo sabía. De allí pagaba los gastos de detectives y abogado.

Hecho todo esto respiré más tranquila y si no hubiera sido por el temor al escándalo hubiera puesto el mecanismo de la denuncia en marcha desde ya. Pero seguí dejando pasar el tiempo

[CONTINUARÁ]

EL FILÓSOFO

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