Poker de ases con comodin

FECHA: 8/31/2013

En el supuesto de que se hubiera rodado una película en ese bar y Dickie y Niko hubieran sido dos figurantes, a ningún director artístico, por deterioradas que estuvieran sus facultades mentales, se le habría ocurrido juntar a aquellos dos ni, menos aún, pretender que fingieran ser amigos. Pero ni allí había un rodaje que exigiera una mínima verosimilitud en la puesta en escena ni Dickie y Niko interpretaban otro papel que no fuera el suyo propio. Por incongruente que resultase la estampa que componían y por mucho que dieran la impresión de moverse en las antípodas (si no en términos estrictamente geográficos, sí, al menos, en un sentido espiritual) Dickie y Niko, según descubrí más tarde, eran grandes amigos. De hecho, difícilmente se habría podido reunir a dos individuos más antagónicos en apariencia. Para empezar, Dickie (gafas con cristales de culo de botella, metro noventa, pulcritud extrema, manos largas y delicadas, aire flemático y un tanto insípido, cara de no haber roto nunca un plato) parecía la clase de tipo que se pasa la vida devorando libros, escribiendo poemas y hablando en serio: un tipo, en suma, capaz de amargarte la noche si en una cena multitudinaria tienes la mala suerte de sentarte a su lado. Por el contrario, Niko (apenas un metro sesenta y cinco, camiseta sin mangas empapada de sudor, cuerpo robusto y musculoso de estibador, aspecto decidido e insolente, mirada intensa, inquieta y hambrienta de buscavidas, aunque con una expresión vagamente cerril) pertenecía a la clase de tipos que una prefiere no encontrarse a ciertas horas en un suburbio desierto, aunque, siendo como soy mujer de pocos prejuicios, estoy dispuesta a admitir que existe la posibilidad de que tras un aspecto tan bronco, rudo y pendenciero palpite un corazón de oro macizo. De cualquier forma, Niko distaba mucho de ser el tipo que uno elegiría para departir con él sobre los fascinantes efectos de la ausencia de comas en la obra de X. Claro que yo no tenía la menor intención de embarcarme en una conversación semejante. Acababa de conocer a mi padre biológico a la edad relativamente avanzada de veintisiete años y habría dado lo que fuera por olvidar este hecho. No negaré que, como todo hijo de padre desconocido, había fantaseado en torno a la identidad de mi progenitor pero, a diferencia de otros, yo siempre había tenido la sensatez de no tratar de averiguar la verdad. Por otra parte, mis conjeturas acerca del enigma de mi paternidad se habían convertido en un excelente antídoto contra el insomnio. Así habrían seguido las cosas de no ser porque hace algo más de una semana, un tipo imparcialmente vulgar y poco atractivo llamó de improviso a mi puerta y, tras informarme de que era mi padre, me dijo que las cosas no podían irle peor; estaba sin blanca, su tercera mujer lo había echado de casa, sus hijos no querían saber nada de él (imaginé que hacían bien) y yo era la única persona de este mundo que podía ayudarlo permitiéndole que se alojara una temporada en mi casa, el tiempo suficiente para conseguir un trabajo. Acepté a regañadientes pero tres días de convivencia me bastaron para comprender con absoluta claridad que tenía que librarme de él como fuese. Saqué mis ahorros del banco y se los di, con la única condición de que desapareciera de mi vida. No vayan a creer que me arrepiento de mi actitud; digamos que habría preferido que aquel hombre imparcialmente vulgar y poco atractivo que se presentó de improviso en mi casa hubiera sido el inspector de Hacienda, un testigo de Jehová en misión evangelizadora o un psicópata asesino, cualquier cosa antes que mi padre biológico. Me habría ahorrado el mal trago y una larga y árida sucesión de noches de insomnio, pues aunque traté de seguir con mis especulaciones nocturnas acerca de la identidad de mi progenitor, como si nada hubiera sucedido, mis fantasías me habían quedado fláccidas y no surtían el menor efecto contra el insomnio. Además, el rostro y los modales de aquel individuo ordinario y estúpido (en los tres días que estuvo en mi casa no había observado en él indicios susceptibles de revocar mi primera impresión) volvían a atormentarme en cuanto me metía en la cama y apagaba la luz, con lo que mi paisaje interior quedaba considerablemente afeado. Fueron el insomnio y la irritación que provocaba en mí el hecho de que aquel individuo imparcialmente vulgar se hubiera incrustado en mi vida interior sin que mediase invitación alguna por mi parte los que me llevaron de madrugada al bar donde encontré a Dickie y a Niko. Y fue mi determinación a no dormir sola esa noche, unida a la incongruencia que se desprendía de aquel extraño tándem, lo que finalmente me impulsó a abordarlos. Obviaré aquí los trámites mediante los que les di a entender a aquellos dos cuáles eran mis proyectos a corto plazo. Baste decir que ambos (cada cual a su manera, por supuesto) se prestaron de inmediato y sin condiciones a colaborar conmigo en la realización de los mismos. Apenas una hora después, yo estaba desnuda en mi cama. Todavía no habíamos pasado a mayores, pero yo estaba encantada con el espectáculo que me ofrecían Dickie y Niko, también desnudos, discutiendo sin alterarse cuestiones de procedimiento y con sus dulces pollas cabeceando, enhiestas e inquietas.
—Déjame empezar a mí, por favor —le suplicaba Dickie a su amigo—. Estoy que reviento después de haberle manoseado las tetitas y el coñito húmedo; y, al fin y al cabo, tú ya hiciste el amor anteayer.
—Oye, macho, es que eres muy lento. Te tomas lo de follar con tanta calma que puedes estar bombeando dos horas seguidas, joder. Y yo, mientras tanto, ¿qué hago? ¿Cascármela y aplaudir?
—El culo —apuntó Dickie escuetamente.
—Nada de culos. Contigo siempre me toca el culo. Quiero coño.
—Te prometo que iré rápido.
—Venga, macho, eso no te lo crees ni harto de vino.
—Si me dejas follar primero, te pago tu parte del alquiler de este mes.
—De este mes y del próximo —apostilló Niko, revelando un firme talento para la negociación.
—Vale —aceptó Dickie—. Está en paro, ¿sabes? —añadió dirigiéndose a mí al tiempo que llevaba a cabo las primeras maniobras de penetración. Tenía un instrumento de calibre considerable y lo manejaba con aplicación y parsimonia, como si una voz interior le dictase sobre la marcha un pormenorizado modo de empleo.
—Estás empapada. ¿Siempre eres tan hospitalaria?
—Estoy contemplando seriamente la posibilidad de abrir un hotel.
Sacó la polla, que estaba reluciente de mis jugos, y la contempló unos instantes, con la actitud de un entomólogo que se enfrenta a un insecto no documentado. Niko hizo un gesto de desesperación.
—Oye, chaval, si empiezas a hacer pausas publicitarias, nos vamos a tirar aquí una semana. Y tú no le des conversación, joder, que el chico ya es bastante lento de por sí.
—Si quieres, te la chupo —ofrecí yo en un arranque de caridad cristiana.
Niko no se hizo de rogar. Hincado de rodillas en la cama, me inhabilitó por completo para la charla.
En esas circunstancias estaba yo, con dos trabucos trabajando duro, el uno para no vaciarse inmediatamente en mi boca, el otro para hacerlo lo antes posible en mi coño, cuando se abrió la puerta de mi habitación yç
—¡oh, visión pavorosa surgida de mis más negras pesadillas!
— entró mi padre. Dickie y Niko dejaron de mover el rabo durante unos instantes, pero ninguno de ellos renunció al cálido orificio que los cobijaba, de forma que no pude gritar como sin duda lo habría hecho de estar expedito el camino. Para mi absoluta desesperación, oí que Niko decía:
—¡Hola, colega! No te preocupes; enseguida acabamos y te dejamos vía libre. Tienes una colega cojonuda, una tía sin manías ni tonterías. Cachonda de verdad, ¿eh? Acabamos de conocerla y ya ves…
A punto estuve de arrancarle la polla de un mordisco, pero me apiadé. No era mal tipo y, por otro lado, ¿cómo iba a saber que aquel hombre era mi padre? Además, supuse que mi padre, movido por un último vestigio de decencia, daría media vuelta y se largaría.
Desde luego no podía ir más desencaminada. Vi que mi padre se sacaba el cipote de la bragueta al tiempo que se acercaba a nuestro grupo, y empezaba a meneársela. Contra todo pronóstico, ver la polla gorda de mi desagradable progenitor me excitó. Imagino que los movimientos de mi culo y mis caderas se hicieron más perentorios porque las embestidas de Dickie arreciaron en cuanto a ritmo y violencia, como en un eco de mi propia urgencia.
Tal vez, quién sabe, la irrupción de un desconocido también lo había excitado; en cualquier caso, después de anunciar con voz inexplicablemente serena que derramaría fuera de mi coño para que los demás no naufragaran en su esperma (palabras textuales), Dickie sacó la verga y vertió su leche en mi vientre, tras lo cual me descabalgó para ceder su lugar a mi padre. El hecho de que Dickie el lento se hubiera corrido antes que Niko el rápido se me antojó una crueldad gratuita de un destino burlón. Si hubiera sido al revés, yo habría podido manifestar mi firme oposición a que mi padre me tocara un pelo. Que me excitara verle el rabo era una cosa, pero de ahí a que aceptara algo más mediaba un abismo. Supongo que mi padre se hacía cargo de la situación. Obtuso para muchas cosas y rápido y ágil para otras, comprendió que en cuanto yo quedara libre de Niko, que me inmovilizaba con su peso, ya no habría oportunidad alguna para él, así que decidió actuar rápido. Yo había cruzado las piernas con fuerza para disuadirlo, pero él se agenció la colaboración de Dickie con notable astucia.
—Oye, tío, la colega tiene ganas de jugar. ¿Por qué no me ayudas?
Habida cuenta de lo desinhibida que me había mostrado con ellos, Dickie no vio nada extraño en lo que proponía mi padre, de forma que se dispuso a abrirme las piernas. Por fortuna, en ese preciso instante, Niko se corrió ruidosamente. Yo me tragué el semen, me saqué de encima a Niko como pude y dije rápidamente:
—¿Por qué no sodomizáis a mi novio? Es una de sus mayores fantasías, aunque todavía no la ha llevado a la práctica.
Naturalmente, fingirá resistirse un poco, pero sólo para jugar.
No necesité añadir más. Dickie y Niko cruzaron una mirada de complicidad y se pusieron manos a la obra. Poco después, Niko sujetaba a mi padre biológico mientras Dickie se lo pasaba por la piedra con la concienzuda parsimonia que lo caracterizaba y yo me hacía una paja a la salud de todos los hijos de padre desconocido de este mundo. Luego, cuando mi padre desapareció de mi vida para siempre y con el rabo convenientemente encogido entre las piernas, les confesé a mis amigos mi parentesco con aquel tipo. Cuál no sería mi sorpresa cuando Dickie y Niko me contaron entre risas que también ellos habían descubierto meses atrás que eran hermanos de padre. Ahora no sólo compartían piso, sino que habría sido difícil encontrar a dos amigos mejor avenidos.

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