-No necesariamente, como nos han hecho creer -dije en algún momento, mirándola a lo ojos- el sexo en otros tiempos fue mas reprimido que en los días que corren. Así como hubo épocas en las que no se tenía la adoración sin sentido que el siglo XX rindió a la juventud, también hubo tiempos en la historia del hombre en que la sexualidad se vivía con la mayor libertad posible, a veces, debajo de un barniz de moralina, a veces, libre y abiertamente.
-Permítanme leer un párrafo del libro que ahora nos convoca -interrumpió Monsiváis.
-Me levantó como a una pluma -leyó Monsi- y me depositó al borde de la cama. Yo sentía las piernas y el abdomen duros como piedras, sentía que no podría moverlos, que ya no eran míos y creí que iba a orinarme, que tendría que ir al cuarto excusado pero no podría hacerlo. Entonces él separó mis piernas y su lengua se posó en mis secretos orificios, en mis sucias cavidades privadas… en las dos, y en esa protuberancia cuya existencia yo conocía, aunque había tratado, inútilmente, de olvidar.
-Si las soldaderas de la Revolución mexicana hubieran escrito sus experiencias -continué-, conoceríamos de primera mano esta sorprendente sexualidad.
Vino luego la consabida firma de libros, esa tortura que los autores debemos soportar de tanto en tanto, mientras yo pensaba en las largas piernas de Paola. La chica de negros ojos quedó hasta el final y, al pasarme su libro, me sonrió y dijo:
-Hace años que busco un ejemplar de la primera edición de “El traficante de esposas”, ¿sabe usted, maestro, donde puedo conseguirlo?
-En casa -le dije-, si me acepta usted un café.
Dos horas después mi verga se abría paso entre su vagina. Dos horas después exploraba esa nueva ciudad, sentía sus brazos en torno a mi espalda y sus piernas rodeando mi cintura. Me mordía con fuerza las tetillas haciéndome gritar, buscando la coincidencia de cada grito con un golpe despiadado de mi pelvis contra la suya, hundiendo mi verga hasta el fondo de su cálido interior, hasta alcanzar la agonía del orgasmo.
Era una chica deliciosa, quizá menor de treinta años, piel dulce y firme y hábiles movimientos de cadera: cuando la penetré por detrás, quince minutos después, su grupa se movía con cadencia largamente aprendida, devorando a mi sexo, consintiéndolo, haciéndolo suyo.
Y luego empezó a vestirse. Deslizó sus interminables piernas en la funda de los pantalones, se ajustó el brasiere, mientras la veía, desnudo en la cama.
-¿Te invito a comer? -pregunté, cuando su elegante blusa ocupó la posición original.
-No -dijo-, Se me hace tarde para recoger a lo niños en la escuela.
Así que tenía niños.
-¿Regresarás?
-Algún día.
Me dio un último, largo beso, pletórico de humedades y promesas, acarició mi sexo con su mano, de bien cuidadas uñas, y partió hacia el sol del mediodía. Escondido tras las ventanas con mi cámara de paparazzi, gasté un rollo entero en el vano intento de aprehender su andar de venada, el gesto de su mano quitando el terco mechón que caía sobre su frente, las placas de la flamante camioneta en que nos habíamos trasladado del Centro Histórico a la Condesa.
Salió de mi vida Emilia -así me pidió que le firmara los libros-. Con cierta melancolía, con el instinto del cazador saciado o de la presa que ha cumplido su sino en la cadena alimenticia, me cubrí con el albornoz de estar en casa, pedí por teléfono que me llevaran unas empanadas argentinas, descorché un cabernet del Valle Central de Chile y me dispuse a enfrentar mi nueva novela encendiendo la computadora.
Tres horas después había escrito medio párrafo y me mataban el tedio y la añoranza de los redondos pechos de Emilia. Saqué mis binoculares, el pequeño telescopio y mi cámara para iniciar el ritual de meses: el espionaje de una deliciosa nínfula que vivía del otro lado del parque, detrás de un ventanal situado a 120 metros del mío. No podría creer que mi niña, mi lejano objeto del deseo, se convirtiera ese mismo día en ciudadana con todas las de la ley. En cancha reglamentaria, como se dice vulgarmente. La había espiado por años, vigilando su desarrollo, porque encontraba un placer morbosos en ver cómo florecía, cómo se abría esa capullo hasta convertirse en la ingenua y delicada princesa que ahora buscaba con mis cristales.
La descubrí hace seis años, a pocos meses de mudarme a mi nido, veinte metros por encima del Parque México, con una preciosa vista al Bosque y Castillo de Chapultepec, las colinas de Tacubaya, Las Lomas y la sierra de Las Cruces.
Tenía, como dije, dos meses viviendo en mi nido cuando cumplí uno de mis ocultos y fervientes deseos: dos putas de catálogo, de largas piernas, carnes firmes y recientísimo certificado sanitario (y también exigieron el mío), con las piernas ligeramente abiertas, empinadas sobre el balcón de mi nido, mirando hacia el poniente, con la orden de permanecer inmóviles y presentando a mi vista y a mi verga sus respectivos culos en popa. Yo, como colibrí, iba de una a otra con la verga mas dura que la política exterior de George W.C. Bush.
Sus vaginas habían quedado a la altura exacta de mi verga y yo las penetraba lentamente. Mientras entraba hasta el fondo de una, acariciaba las nalgas de la otra. Deslizaba lentamente mi verga, sintiendo la textura, la humedad de su vagina y luego, con igual parsimonia, me deslizaba hacia fuera, tres o cuatro veces para luego sacarla y encular a la otra.
Disfruté así las dos vaginas, estudie las diferencias de texturas, capacidades, viscosidad, explorando durante largos minutos hasta que vacié mi carga dentro de la puta de mas anchas caderas. Le saqué la verga con cuidado para recoger las últimas sensaciones y fui por un trago largo de whisky con soda. Las miré inmóviles, acodadas en el balcón, bañadas por el sol, bellas e incitantes; con sus labios vaginales hinchados, carnosos, sin un solo vello. Tuve que pedirles que me chuparan la verga, que pusieran otra vez mi miembro en pie de guerra.
No necesitaron poner en práctica sus artes mas sutiles para lograr su cometido: me bastó ver y sentir dos lenguas jugueteando con mi verga para ponerme a punto y, sin esperar mas, acometí a la que no habúía recibido mi leche en la anterior descarga, una rubia espigada y sugerente. La tendí de espaldas sobre la cama y la cabalgué sin consideraciones mientras su morena compañera me acariciaba suavemente la espalda.
Pagué generosamente sus servicios, me di una larga ducha y bajé al parque y fue entonces, con la mente llena de buen sexo, con la imaginación satisfecha y los instintos a flor de piel, que descubrí a Paola: era una adolescente espigada, de cara angelical y líneas prometedoras. se movía con el andar grácil y delicado de una gacela y sus bellos ojos castaños no huyeron de los míos cuando notaron mi mirada.
La vi alejarse, mostrando sus delgadas pantorrillas bajo la falda escocesa del colegio y envidié profundamente al varón que andando el tiempo la gozaría. Observé con cuidado su suave andar, el meneo natural de sus caderas, la cabellera castaña que ondeaba al viento y maldije al varón que, andando el tiempo la gozaría. Desde ese día, una o dos veces por mes me cruzaba con ella en el parque. Una o dos veces al mes me sostenía la mirada y me sonreía discretamente.
Un año después de nuestro primer encuentro adquirí mis artilugios de espionaje. Pensaba escribir una novela de género negro y me tiré a vigilar discretamente la vida de mis congéneres, pero pronto olvidé la novela y me dediqué a espiar a las mujeres guapas que quedaban dentro de mi rango de acción.
Tres o cuatro mañanas consecutivas espié a la madre de Paola, que solía pasearse por su apartamento con las tetas al aire, unas tetas grandes y apetitosas aunque algo caídas. Mirándola una mañana, vi entrar a su casa a la bellísima adolescente a la que veía con hambre cuando me cruzaba con ella en las veredas del parque.
Si encontraba a tiempo la mano adecuada, al llegar a los treinta la chica sería una diosa. Si no se descuidaba, si nadie la echaba a perder, sería de una belleza devastadora y una sensualidad irresistible. Y yo sería esa mano, si la chiquilla me esperaba, si nadie me ganaba la partida. Empecé, pues a espiarla.
Se llamaba Paola: lo sabía por los llamado de su madre, una matrona histérica y amargada a juzgar por su forma de vestir, por esos gritos, por su impaciente andar de ama de casa. Con todo, me la cogí (a la puta madre, me refiero): una de esas mañanas de ocio, en las que libro en mano dejaba pasar las horas sentado en una banca del parque, me abordó con sendos ejemplares de las tres novelas que llevaba publicadas.
-¿Me dedicaría usted sus novelas?
Terminamos cogiendo como conejos en su departamento (no quería llevarla al mío). No tenía mal polvo y me exprimió con buena técnica los huevos. Sus carnes no eran tan firmes y una llantita cubría su barriga, pero se entregaba con ansia. La tercera vez que nos vimos, mientras me cabalgaba con hambre y estile, pensé que su hija podría sacar su gusto por el sexo y su buen hacer, pero que si seguía sus pasos, si se casaba bien casada, si estudiaba en su buen colegio, se convertiría en la muchacha típica y liego, en la matrona típica que era su madre. Decidí no volverme a coger a su madre y esperarla a ella.
Dejé, pues, crecer a Paola, espiando su desarrollo mientras yo vivía mi vida. Tres meses antes de su décimo octavo aniversario descubrí que tenía novio. Vigilé con temor sus escarceos primaverales con el mocoso cubierto de acné, que la besaba con torpeza, aunque pronto entendí el límite que le había puesto: se dejaba besar, si esos podían llamarse besos; le permitía acariciarla por encima la ropa; llegó a masturbarlo las escasas veces que su madre se ausentaba dejándolos solos y el mozalbete sacaba a la luz su vergajo para derramarse en dos, tres minutos todo lo mas; pero jamás llegó a quitarse una sola prenda de ropa.
Y era yo el afortunado espía de sus frustraciones. Cuando el novio se despedía con uno de sus torpes besos, Paola se encerraba en su habitación -esa habitación que yo espiaba, desde 120 metros al poniente y seis metros arriba, situación que me daba un ángulo privilegiadísimo-, se quitaba el pantalón si lo llevaba y, sobre unas pantis todavía infantiles -la ropa interior la compraba bajo la estricta supervisión de su madre, ni duda cabe- se tocaba el sexo con furor. Viéndola, fotografiándola en esa actividad, me masturbé con frecuencia.
Terminé odiando las visitas de Regina, mi amante de planta en los meses previos a la tan ansiada ciudadanía de Paola. Cuando Regina llegaba, entre seis y siete de la noche, me obligaba a guardar precipitadamente mis instrumentos de óptica y a perderme el cotidiano ritual de la desnudez de Paola: la nínfula se despojaba lánguidamente de sus prenda hasta quedar en pantis y camiseta; me permitía ver con calma el perfecto círculo de su ombligo, la delicada línea de sus piernas, la promesa cumplida de sus pechos y, alguna vez, inmortalizada gracias a Kodak, la abundante pelambre de su pubis.
Regina era bella y sabia en las artes amatorias, pero nuestra relación estaba en el otoño de su segundo año y sus manías me fatigaban. Mas de una vez, en el periodo que narro, le fue imposible, con toda su sapiencia, insuflar a mi sexo el vigor necesario para cumplir con las labores que le son propias. Mas de una vez sentí crecer su frustración mientras yo soñaba con Paola.
No es que me estuviera volviendo impotente, como Regina llegó a creer, sino que vivía un regresión a la adolescencia: cuando mi amante empeñaba manos, boca, pechos, caricias sabias y palabras guarras en el vano intento de la resurrección de la carne, yo llevaba, a lo largo del día, tres, cuatro, cinco masturbaciones en honor de Paola.
A veces, Regina lograba el milagro y la penetraba con furia, cerrando los ojos, imaginando que era Paola quien me recibía. Los firmes muslos de Regina, su plano abdomen, la rotunda perfección de sus nalgas me permitían, con lo ojos cerrados, suplantar a una por la otra y vaciar en las entrañas de las dos los últimos restos de la savia de la vida.
Sin embargo, Regina seguía quedándose porque al amanecer, reparadas las fuerzas por el sueño de tronco que me invadía, la cogía como Marx manda, como es de rigor cuando alguien te despierta mamándote la verga, máxime si la lengua que lo hace conoce punto por punto tus rincones sensibles y tus preferencias. La cogía entonces como antes, en la sala, en el comedor, en la bañera. Gozaba su cuerpo de calípige, su sexo acogedor, el estrecho orificio de su ojete, su bien cuidada piel, su decantada sabiduría de buen vino.
Se iba a media mañana despidiéndose con un largo beso. Solía decir:
-Dios sabe a quien te estás cogiendo, cabrón, pero terminarás hecho una piltrafa.
Le daba un beso y no le contestaba. Esos días podía escribir con el espíritu en paz. Incluso, podía privarme del espionaje de Paola, pero las vistas de Regina se espaciaban y si al principio eran tres o cuatro por semana, terminaron por convertirse en dos, una incluso.
Y entonces, aun contra mi débil voluntad, volvía al espionaje. Miraba a Paola ponerse crema en su cuerpo, acariciar con sus manos de largos dedos cada porción de su cuerpo, desde los delicados tobillos hasta la frente, pasando por los mulos generosos y los blancos pechos, permitiéndome a veces algún atisbo del velludo triángulo de su sexo.
Miraba los besos que su novio me robaba, las precarias caricia, la torpeza de ambos. Espiaba sus pasos, la seguía dentro de la privacidad de su casa, robaba su intimidad tocándome la verga despacito, hasta que explotaba en blanca erupción, solo para volver a empezar.
Así llegó su décimo octavo cumpleaños. Sabía que ese era el día porque exactamente un año atrás conté las velas de su pastel -tanta definición tienen mis aparatos ópticos-. Pasé la mañana, como ya conté, con Emilia, cuyas fotografías ocupan el número 76 entre mis trofeos de cacería y, tras dar cuenta del almuerzo, preparé mis artilugios de espionaje.
Vi a sus amigas llegar con los regalos y al imbécil de su novio meter su mano dentro de su falda, acariciando subrepticiamente mientras la madre encendía las velitas del pastel (18 conté, sin duda ninguna).
Así pues, había llegado el momento esperado: no hay justicia divina ni humana que permita que una chica tan bella prolongara los insatisfactorias y frustrantes juegos a que dedicaba lo mejor de sus tardes (tampoco la hay en mis cada vez mas frecuentes masturbaciones). No se que será peor: que un día ceda y llena de culpa se entregue a las inexpertas manos de su novio, que la desvirgará con torpeza, o que permanezca así durante meses y meses. Y eso, suponiendo que el par de chamaco idiotas no se embaracen.
Y sería terrible, porque la niña es linda y lista. Demasiado para el patancete de su novio. La chica lee: cuando no está con sus estúpidas amigas, o paseando con el baboso de su novio, lee en su habitación, luego de masturbarse furiosamente. Le gusta leer tendida en su cama al sol o sentada en una banca del parque y no se figura -creo- que, por encima de las copas de los árboles la espío todos los días.
Pero, ¿cómo abordarla? La fama me ha malacostumbrado: son ellas quienes me abordan. Como una dama, yo flirteo de manera discreta pero evidente y, como caballeros a la vieja usanza. son ellas las que avanzan. Incluso mis alumnos. Me he acostumbrado a que una bella joven, cada semestre, evoluciona de alumna a amante ahora que mis libros me han permitido regresar a esa misma facultad donde quince, doce años atrás me enamoré perdidamente y sin esperanza, una a una, de las más espirituales chicas de mi tiempo.
Me puse una fecha límite -y que sea lo que Marx quiera-, me dije. Mientras tanto la seguí espiando y eso permitió que fuera ella la que, sin saberlo -quizá es que Dios existe- me abrió la puerta: un jueves supe, sin dudas, que el libro que estaba leyendo era mío, mi penúltima novela, “La guerrillera”, con la que obtuve el premio Alfaguara. Las escenas de sexo en mis páginas son tan cálidas como convincentes y me hubiera gustado verla tocarse al llegar a ellas, pero la que llegó fue Regina.
Esa noche, sintiendo a Paola al alcance de mi mano, me cogí a Regina como en otras épocas. La penetré sin contemplaciones arrancándole el acostumbrado racimo de orgasmos. la gocé como un bellaco, usándola sin mas, pensando en Paola, pensando que era la boca de Paola la que rodeaba mi glande, el dedo de Paola el que se introducía en mi ano, las caderas de Paola las que se movían al ritmo de mis embates, los ojos de Paola los que me miraban.
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