Estaba claro que ponía un circo y me crecían los enanos, desde que en Semana Santa descubrí lo importante que era Mariano para mí, no había sacado los pies del plato para nada y, a mi manera y forma, creía haber sido fiel al sagrado sacramento del matrimonio que me ataba a mi esposa y a la relación afectiva-sexual que me unía a mi amigo. Por eso, cuando por primera vez después de mucho tiempo me voy de putas con Manuel y “Ervivo”, lo último que me podría imaginar es que mi “vieja” tuviera un accidente doméstico y que Elena, ante la imposibilidad de localizarme, pidiera ayuda a Mariano. Si mi preocupación por el estado de salud de mi madre era palpable, mi intranquilidad no era menor ante cual sería la reacción de Mariano al recogerme en la puerta del puticlub…. ¡Y es que lo que no me pase a mí…!
Sorprendentemente no me hizo ningún reproche, centró toda su atención en calmarme y en quitar importancia a la caída de mi madre en la ducha:
—Sí Ramoncito una pierna rota con una operación de por medio y a ciertas edades puede ser un asunto muy serio, pero no te preocupes que cada día hay más avances y veras como Doña Carmen sale adelante…—su voz mostraba una muy sincera preocupación tanto por mí, como por mi progenitora.
Una vez en el hospital, nos encontramos con mi hermana Marta e Isidoro, su marido, la inquietud era palpable en sus rostros. En unos minutos me pusieron al día de todo lo ocurrido y de la situación actual de la buena señora.
—¿Entonces que la tienen en una sala a la buena de Dios hasta que se quede una habitación libre? —mi pregunta estaba impregnada de indignación por los cuatro costados.
—Sí, pero es lo que hay… El hospital está a tope…Hay mucha gente más como ella… —mi hermana intentaba torpemente justificar lo injustificable, en un vano intento de que yo no me cabreara.
—¡Tiene muchos cojones toda la vida pagando un seguro y cuando te hace falta hacer uso de él, van estos cabrones y te dicen que no hay dinero! —creo que grité un poquito(bastante) pues las miradas de todos los que estaban en aquella casi colapsada sala de espera se clavaron en mí. Marta me hizo un gesto para que bajara la voz y me calmara. Busqué la complicidad de Mariano y mi cuñado, pero ambos me reprendieron con la mirada.
—Qué te pongas como un energúmeno, ¡no va a hacer que a mamá la operen antes!
Miré a mi hermana y aunque la rabia alimentada de impotencia seguía cabalgando en mi interior, decidí tener la fiesta en paz y dejé de dar voces, ¡eso sí!, como no estaba dispuesto a meterme mis reivindicaciones por salve sea la parte, proseguí erre que erre en voz baja. Me tuve que poner un poco pesado, porque mi cuñado que no habla por no ofender me dijo:
—Ramón, llevamos dos horas aquí sin saber nada de tu madre, que la sanidad pública es una mierda como la copa de un pino lo sabemos todos pero, ¿crees que con protestar vas a conseguir que la operen antes? Porque si es así, el primero en ponerse en plan “indignadito” soy yo…
Sus tajantes palabras me dejaron sin argumentos, miré a mi hermana y a Mariano y su gesto de avenencia con lo que había dicho Isidoro, me llevó a pensar que proseguir con el dichoso tema iba a ser como darse de cabeza contra un muro de hormigón.
Aquella noche no supimos más nada y ante la falta de noticias, fuimos yéndonos poco a poco para casa. Primero se fue Mariano, más tarde lo hizo mi cuñado y yo, tras acordar con mi mujer que los hijos de Marta se quedarían en casa, deje a mi hermana sola pues como no sabíamos para cuantos días iba el tema, decidimos que yo fuera a trabajar el día siguiente y coger los oportunos días de permiso cuando realmente fuera estrictamente necesario.
En los cuatro días siguientes, mi familia y yo comprendimos de primera mano lo que habían supuesto los recortes en sanidad pública. Una apesadumbrada sensación de frustración es el único sentimiento que recuerdo de aquellos largos días, nos fuimos turnando mis dos hermanos, mis cuñados, mi mujer y yo, en una especie de vigilancia por si decidían cambiar a nuestra madre de planta, pues solo nos permitían entrar a verla durante las hora de almuerzo y la cena, y simplemente porque no tenían personal suficiente para ayudar a aquellos que, como en el caso de mi madre, precisaban ayuda para poder alimentarse.
El cuidado los enfermos en aquella sala dejaba mucho que desear, más que un hospital del primer mundo, parecía que se tratara de un improvisado campamento en zona de guerra. El personal sanitario hacia lo que podía, pero si sus obligaciones se habían multiplicado por dos o venía Jesucristo y hacía el famoso milagro de los panes y los peces, o los enfermos difícilmente podrían estar medianamente bien atendidos.
Pero como lo más importante de todo aquello era mi idolatrada madre, hice de tripas corazón y no solté ni la más mínima queja, para no agobiar más de lo que ya estaba a la buena mujer.
Aquellos cuatro días se hicieron eternos: mis sobrinos, mis niñas, el trabajo… Y eso que Mariano, como ya había terminado las clases en el Instituto se hizo cargo de ellos durante las mañanas para que las mujeres pudieran descansar un poco, porque a todo el estropicio hospitalario había que sumar que los niños ya estaban de vacaciones y con ganas de estar enredando a todas horas. Mis hijas y mis sobrinos no podían estar más encantados de la vida, pues el “tito Mariano” (como ellos lo llamaban cariñosamente) los tenía todo el día de aquí para allá.
Por fin el viernes la subieron a planta y la cosa cambio, porque ya éramos nosotros quien nos encargábamos directamente de atender sus necesidades y aunque la pobre mujer estaba muerta de dolores con la pierna, el saber que tenía todo lo que precisaba nos tranquilizó bastante. Lo peor es que hasta el lunes no la podían operar, pero quien espera lo mucho, espera lo poco.
Aquella semana la ley de Murphy fue tan devastadora que mi cuñado, mi hermano, Mariano y yo nos vimos obligados a ver la final de la Eurocopa en la cafetería del hospital. Uno a uno, los cuatro goles de España llenaron de alegría los corazones de los allí presente, por un momento nos olvidamos por completo del motivo que realmente nos había obligado a ver el partido entre aquellas cuatro paredes y vitoreamos la victoria.
Estaba tan pletórico por el triunfo que sin pensármelo me abracé con todo el que tenía cerca, cuando llegó el momento de hacerlo con Mariano, además de estrujarlo entre mis brazos le pegué dos fraternales besos que por su reacción, más que agradarle parecieron molestarle.
A pesar de que las preocupaciones se amontonaban en el desván de mi existencia, aquel momento con España goleando a Italia por cuatro a cero rodeados de mi familia trajeron, por así decirlo, esperanza a mi vida, sentir a mi amigo entre mis brazos y posar mis labios sobre sus mejillas fue la guinda del pastel. Sin poderlo remediar, recordé la celebración de la semifinal y una impotencia vestida de largo me constató que el único premio que podía esperar en los próximos días sería que Carmen Sánchez, mi madre, saliera en perfecta condiciones de la operación, a la que se vería sometida en poco más de doce horas.
A las doce de la mañana del lunes dos de julio, mi madre entró en quirófano y a pesar de que los médicos nos habían explicado por activa y por pasiva que la operación no entrañaba riesgo alguno, los ochenta años que ella acumulaba a sus espaldas y su delicada salud nos tenían con el alma en vilo. Nos despedimos de ella con una sonrisa en los labios, regalándole todo el cariño del que éramos capaz pero con el corazón atenazado por el miedo, no pudiendo evitar pensar que posiblemente aquella fuera la última vez que la viéramos con vida.
Fueron dos largas horas de incertidumbre, dos horas animándonos entre nosotros con palabras huecas y manidas para evitar pensar lo peor, dos horas en las que, como de costumbre, Elena fue el refugio de mis debilidades, mi fortaleza silenciosa ante todas aquellas inclemencias de la vida que se me venían grande.
Diez minutos antes de que saliera el médico apareció mi amigo Mariano, quien en cuanto lo dejaron libres sus obligaciones, se acercó al hospital para saber de primera mano del estado de mi madre. Fue verlo llegar y me sentí como si estuviera más protegido ante cualquier desastre, como si fuera una especie de salvavidas al que aferrarme. Con mi familia, mi mujer y él allí, no sé porque, pero sentí como si nada malo pudiera ocurrir.
De hecho así fue, poco después el cirujano salió para hablar con nosotros, fue ver el brillo de satisfacción en su mirada y mis peores temores se esfumaron de pleno.
—La intervención de su madre ha sido un éxito, —aunque intentaba parecer impersonal, la alegría estaba implícita en sus palabras —se le ha colocado una placa en el fémur y dada su edad, perderá bastante movilidad… Seguramente cuando se le retire la férula tendrá que hacer rehabilitación… Ahora está en la sala de despertar, cuando se le pasen los efectos de la anestesia la pasaremos a planta.
Impulsivamente me abracé a la persona que tenía al lado que era mi hermana, busqué con la mirada a Elena y me sonrió tímidamente, junto a ella estaba Mariano que, al igual que el resto de la familia, no se podía aguantar el contento.
Dos días más tarde dieron el alta a mi madre y si tenerla en el hospital había sido un desconcierto, ahora venía ponerse de acuerdo en cuidar a la buena mujer y, lo peor, donde.
Consideramos que alguno de los tres se la llevara a su casa, pero eso significaba tener que renunciar a las vacaciones y, aunque alguno de nosotros hubiera estado dispuesto a hacerlo, nuestros hijos no tenían por qué pagar el pato.
La solución sería que se quedaría en su casa y nosotros, sus hijos, nos mudaríamos a ella con el único propósito de no dejarla desatendida. Llegamos fácilmente a un acuerdo, como siempre que hay buena predisposición para las cosas, y nuestra querida madre estaría siempre en compañía de uno de sus hijos y sus nietos no tendrían que renunciar a su veraneo en la playa.
Una vez con doña Carmen Sánchez en su hábitat habitual y rodeado de los suyos, el agobio dejó de punzar en mi cerebro y volví a hacer vida normal: el trabajo, la familia y, tras la merecida visita a mi madre, la cerveza con los amigos…
Aquel jueves me extrañó no ver a Mariano en el bar de la Avenida le pregunté a los colegas por él y me comentaron que no sabían nada de él desde por lo menos dos semanas… ¿Habría vuelto otra vez a las andadas y estaba otra vez deprimido a raíz de que me pillo en el puti-club de los Palacios? De él todo te lo podías esperar.
Un cuarto de hora después abandoné la reunión con la excusa de que tenía que echar una mano a Elena, aunque el verdadero motivo es que iba a visitar a Mariano. Así mataría dos pájaros de un tiro: me cercioraría de que no le pasaba nada raro y, si se terciaba, echaba un buen polvo con él, ¡qué buena falta nos hacía!
Nada más me abrieron la puerta, constaté que mis temores eran inciertos, mi amigo no salía porque tenía a su señora madre con él, circunstancia que solo podía responder a una cosa: la buena mujer había vuelto a tener un intercambio de pareceres con su nuera y había optado por venirse con su pequeñín.
A pesar de que mis planes de aquella tarde fueron a parar a la alcantarilla más cercana, ver a Doña Aurora me dio mucha alegría pues esa mujer es para mí como una segunda madre. Tras un fuerte abrazo y dos someros besos, la señora sin perder esa impresionante sonrisa suya me miró a los ojos y me dijo:
—¿Y tú madre? ¿Está más mejorcita?
—Sí, lo que pasa es que eso va muy lento.
—A ver si me llego a verla… —dijo la pobre mujer como si se sintiera culpable por ello —De todas maneras aquí mi niño —dijo señalando a Mariano que había salido de donde fuera que estuviera a ver quién había llegado—me tiene informada con pelos y señales…
—¡No se preocupe mujer! Ya lo sé que usted ha preguntado por ella todos los días, si darles recuerdos de su parte era lo primero que hacia su hijo cuando iba a verla…
—Sí, pero de todas maneras mañana quiero llegarme a verla…
—¡Cuando usted quiera!, —dije regalándole a Aurora la mejor de mis sonrisas —lamentablemente de allí no se va a poder mover.
—¡La pobre!… —dijo consternada— ¿Quién se está quedando con ella?
—Hasta el quince de Julio mi David y la mujer, después nos vamos mi mujer y yo hasta primero de Agosto, y la primera quincena de agosto se queda mi Marta con ella…
—¡Qué pena llegar a viejo y tener que depender de los demás! —había más rabia que tristeza en las palabras de la buena mujer.
—¡Así es la vida!—Mariano al decir esto, echo un brazo sobre los hombros a su madre como si intentara consolarla con aquel gesto —¡Qué bastante habéis hecho vosotras por nosotras, durante muchos años!
—Su hijo tiene más razón que un santo, así que no se me venga usted abajo que los hijos estamos para eso…
—Los hijos sí, pero los yernos y las “yernas” no… —dijo la mujer con bastante acritud.
—¡No empieces, mama! ¡Qué estas deseando sacar el tema! —le recriminó Mariano anticipándose a la jugada de su madre.
La señora miró a su hijo, sabía que él tenía toda la razón del mundo, pero el hecho de que fuera una buena persona, no quería decir que no le gustara salirse con la suya… Como por la expresión de su hijo comprendió que no iba a poder desahogarse contándome su pelea con su nuera, eligió hacerse la victima antes de reconocer que estaba equivocada:
—Pues si no me vais a dejar hablar, yo me voy a ver el “Pasabalabra” que tiene que estar ya a empezar.
Ante la salida de tono de su madre, Mariano y yo nos miramos, nos encogimos de hombros y tras hacer una mueca extraña, no pudimos evitar sonreír.
—¿Se ha enfadado?
—¡Qué va!, estaba deseando quitarse de en medio y le ha servido como excusa —dijo mi amigo quitándole importancia al asunto.
—Bueno, ¿me vas a dar una cervecita o me vas a tener aquí a cara perro?
—¡Anda, vente para la cocina y así charlamos!
La elección de aquel habitáculo, lejos de los oídos de su madre, en vez de otro para nuestra conversación, me presagió que más que hablar íbamos a discutir.
—¿Qué “hasse”? —le dije del modo más informal intentando romper el hielo.
—Pues nada —me abrió una cerveza y me la dio—que aquí la doña se ha vuelto a pelear con mi cuñada y se ha venido para acá, hasta que mi hermano Carlos convenza a su mujer para que le pida perdón…—al concluir la frase no pudo evitar sonreír bajo el labio, al tiempo que hacia una mueca de condescendía.
—Lo dices como si fuera la primera vez que te pasara —la ironía se podía mascar en mis palabras.
—¡Es qué es siempre lo mismo! —Mariano movió la cabeza dando muestras de lo cansado que estaba de la situación—.Muy buena y muy santa, ¡pero cualquiera le tose!
—Y si a eso le sumamos, que tu cuñada está acostumbrada a hacer siempre lo que sale del mismísimo…
—Sí, son tal para cual —mi amigo cruzó las manos y se encogió de hombros dando a entender que aquello no tenía arreglo.
Nos miramos y ante lo absurdo de la situación no pudimos evitar soltar una carcajada.
—Oye, ¿tú no te vas a tomar nada? —le pregunté al ver que no se había sacado ni un vaso de agua.
—No me apetece —contestó bastante seco a la vez que inconscientemente se tocaba la barriga.
—¡Eh! —Lo miré con suspicacia y le dije —¡A ti lo que te pasa es que estás a dieta para lucir palmito en la playa!
—¿Pasa algo? —dice adoptando una actitud casi chulesca pero sonriendo —Lo prefiero a ir por la playa con la cara azul de tanto aguantar la respiración, como hacen algunos.
—A lo mejor es por eso por lo que mis niñas me dicen papa pitufo… —dije sonriendo y poniendo mi mejor cara de idiota.
La buena armonía que reinaba entre nosotros me constataba que Mariano no estaba ni siquiera un poco disgustado por lo de aquel domingo en los Palacios. Pero como estaba aprendiendo que con él era mejor enfrentar las cosas de cara que sortearla, tras unas cuantas patochadas más decidí sacar el tema del dichoso puticlub, ¡eso sí! , de puntillas…
—Bueno, ¿no me tienes que decir nada? —aunque mis palabras sonaban una pizca desafiante, la verdad es que me inquietaba bastante lo que me pudiera decir.
Apoyó la espalda en la encimera de la cocina, respiró profundo y tras mirarme durante unos segundos, comenzó a hablar muy plácidamente y en un tono de voz bastante bajo:
—¿Te refieres a sí me he enfadado porque el mismo día que estuvimos juntos después de mucho tiempo, te pillé en un puticlub? —asentí sin decir esta boca es mía —No, sinceramente no… Desde el primer día que decidí cruzar contigo la delgada línea roja que separa la amistad del sexo, sabía a lo que atenerme.
—¿A qué?
—Pues a que tú tenías tu vida ya hecha y que me tendría que conformar con lo que me dejaras… Y suerte que no te he perdido como amigo, porque era algo a lo que me arriesgaba.
—Entonces… ¿No pasa nada?
—Te mentiría si te dijera que no, pero igual que tú me has dado plena libertad, yo aunque me duela debo hacer lo mismo… Lo que no quiero nunca, es que dejemos de ser amigos.
—Amen a eso —dije levantando el botellín de cerveza y haciendo un brindis al aire.
Sé que haciendo alarde de la sinceridad que parecía que nos unía debía haberle dicho los motivos reales que me llevaron a aquel club de carreteras: mis miedos a estar convirtiéndome en maricón. Pero al igual que hice con la falsa en la que se había convertido mi matrimonio, lo guardé en la carpeta de “asuntos que no tengo cojones para hablar con Mariano”.
El día siguiente nada más salir del trabajo, nos fuimos para Fuengirola. Alba, Carmen y Elena se quedarían allí hasta el día quince, yo me vendría el martes pues tenía servicio nocturno desde el miércoles hasta el sábado.
Aquellos días estaba más raro que un perro verde y no sabía porque exactamente, pues todo parecía ir bien: mi madre, a pesar de las molestias, mejoraba día a día, las niñas se lo estaban pasando estupendamente, Elena estaba más amable que de costumbre (si hasta llegamos a hacerlo una noche y todo)…
El caso es que no sé porque no viví aquellos días como otras veces, aunque en apariencia parecía tenerlo todo me sentía como si me faltara un pedazo y hoy, con la sabiduría que da el tiempo, sé que ese pedazo tenía nombre y apellidos: Mariano Martínez.
Lo eché tanto de menos que, hasta lo llamé un par de veces con la excusa de preguntarle por su madre y su traslado a la playa de Sanlúcar…Es más, desde que me besé con la prostituta cubana, una especie de obsesión reinaba en todas y cada una de mis pajas matutinas: besar a mi amigo.
Una vez en el pueblo el desasosiego no disminuyó (yo incluso diría que fue a más) y si a eso le añadimos el problema de los turnos cambiados, no pude ni salir a tomar algo con él y para más inri, el viernes a mediodía se fue con toda su familia a Sanlúcar a “inaugurar” la temporada de playa.
Me veía que entre cuidar a mi madre, la playa y tal, se me pasaban los tres meses de verano sin tener ocasión de estar otra vez con Mariano. Y del mismo modo que anteriormente, el imaginar estar con él me producía dolor de estómago, ahora la punzada de vacío en la barriga la producía el hecho de prescindir de su compañía.
El sábado por la tarde me lie la manta en la cabeza y lo llamé, pero toda la retahíla que tenía preparada se fue al traste pues el muchacho no me cogió el teléfono.
Quince minutos más tarde, pues lo cogí conduciendo, me devolvió la llamada. Al principio me quedé un poco cortado, pues todo el discursito para engatusarlo se me había olvidado y no sabía siquiera como iniciar la conversación de un modo medianamente aceptable.
— Tú madre bien, ¿no?
—Sí, ahí anda la pobre…Bueno eso es lo que no hace: andar —tras la pequeña broma, guarde silencio un breve segundo y sin pensármelo, fui a por todas —Yo Marianito te llamaba para hacerte una proposición indecente…
—¡Dime, Robert Reford!
—Como sabes mañana estoy libre de familia y de curro… Si te da igual pasar el domingo en el pueblo que en la playa, podemos comer juntos.
Mi amigo no se lo pensó ni un segundo y antes de que terminara la frase me soltó un rotundo “¡Vale!”.
Quedamos a eso de las dos en su casa, con lo que era salir del curro, ducharme e irme para su casa.
Mientras me secaba, me mire vanidosamente en el espejo: No estaba nada mal para mis treinta y siete años, un poquito de barriguita pero lo demás todo seguía en su sitio. Curiosamente el aspecto físico una vez me casé me había dado siempre un poco igual, pero desde que comencé esa metáfora de relación que tengo con Mariano, había vuelto a ser tan presumido como en la adolescencia, era como si el estar con él me hubiera insuflado de nuevo la juventud.
Morbosamente escogí una camiseta blanca de tirantas y mientras me ponía los bóxer blanco, una maliciosa idea comenzó a dar saltos en mi mente: ¿Y si me pongo el uniforme para ir a verlo?
Por lo que sabía a las tías les ponían un montón los hombres de uniforme, por lo que supuse a que los homosexuales les debían pasar un tanto de lo mismo. Sabía que no era algo muy ortodoxo llevar las ropas del cuerpo si no se estaba de servicio, pero quien sabía si iba o venía del cuartel. Sopesando los pros y los contras me puse la camisa, el pantalón, el cinturón y las botas, me volví a mirar al espejo y me dije: ¡Busca y compara, Marianito!…
Aunque mis pensamientos pudieran parecer un poco presuntuosos, a mi enrevesado modo de ver lo único que pretendía es mantener aquella historia con mi amigo el máximo de tiempo posible y toda pizca de sal o pimienta que pudiera añadir a la relación me parecía insuficiente.
Al abrirme la puerta de su casa, su expresión de sorpresa fue de lo más evidente. Sin recato de ningún tipo me miro de arriba abajo, sentí como su mirada se clavaba en mí sutilmente, posándose placenteramente en cada recoveco de mi uniforme. Lo dejé que se deleitara un poco más y reventé su momento “son las once y media” dándole un fugaz beso en los labios.
Si perplejo estaba ante la indumentaria con la que yo me había presentado, más lo estaba aún ante mi inesperada acción y sin darle tiempo a decir nada, salí del paso largándole un pequeño embuste:
—¡”Quillo”!, es que me he venido directamente del curro “paca”, no me ha dado tiempo de cambiarme…
Mariano sonrió y me dijo:
—No, si no me importa —sus palabras terminaron en mis labios, cuando sentí como su lengua llamaba a la mía la deje pasar y olvidando cualquier perjuicio social, me deje arrastrar por él.
Mi educación y mi trayectoria social me gritaban que besar a un hombre estaba mal y muy lejos de ser lo correcto, pero mi espíritu rebelde se subió a lomos de aquel lujurioso potro y se dejó llevar hacia donde fuera que condujera aquello.
Una satisfacción plena como hacía tiempo no sentía, recorrió todo mi ser, su sabor amargo y recio me hizo olvidar al resto del mundo y mientras nuestras lenguas danzaban no existía nada más que nosotros dos.
Pegamos nuestros cuerpos como si quisiéramos fundirnos en una sola cosa, sus manos acariciaban mi cuello y las mías vagaban tiernamente por su espalda. Aunque no había nada sexual en aquel beso, sentí como mi entrepierna aumentaba de tamaño inconscientemente rocé mi pelvis por la suya y sentí la dureza de su sexo.
¿Desde cuándo no me sentía tan unido a alguien? O la memoria me fallaba o la respuesta era nunca. Pues aunque me casé muy enamorado, la madre de mis hijas nunca me había hecho sentir la sensación de libertad y de ser deseado, por lo menos, no de la misma manera que me hacía sentir mi amigo.
Al tiempo que despegamos nuestros labios, sostuve su rostro entre mis manos, me pareció la persona más hermosa que había visto nunca. Tanto, que estuve tentado de decirle que lo quería pero el fantasma de la falsa moral que habita en mi interior sesgó mis palabras y cobardemente permanecí en silencio.
Si tenía mis dudas sobre si a Mariano le había agradado la idea de presentarme vestido de policía, estas se difuminaron pues me disponía a quitármelo para ayudarle a poner la mesa y me lo impidió. Y, ¿quién era yo para contrariarlo?
No olvidaré aquel almuerzo mientras viva, no solo porque estuviera con una de las personas que mejor me caía en este mundo, sino porque al besarlo había perdido parte de mis miedos a enfrentar la realidad que me tocaba vivir en aquel momento. Él también parecía estar a gusto conmigo, de vez en cuando me tocaba el brazo, la cara, la pierna… Todo ello, en un claro intento de acercarse más a mi persona. Yo no me hacía rogar y respondía a sus mimos con pequeños besos. Me tuve que poner muy meloso pues Mariano, en uno de ellos se paró en seco y me preguntó:
—¡Oye!, ¿a ti qué te ha pasado que de quitarme la cara para que no te besara has pasado a ser el más besucón del mundo?
Aunque mi respuesta debería haber sido algo así como: “Pues que uno con la persona que quiere comparte todo, hasta los besos”. Hice lo que hago siempre cuando no quiero enfrentar algo: frivolicé el tema haciendo un pequeño chiste.
—Es que tenía una duda. ¿Este tío besará igual de bien que la chupa?
Me miró desconcertado, no sabía si enfadarse ante mi desfachatez o reírme la gracia. Optó por no hacer nada y simplemente me dijo un: ¡Ya te vale, Ramoncito!
Yo para quitar cualquier aspereza que mi inoportuno comentario hubiera sembrado en él. Lo besé y lo estreché entre mis brazos, esta vez sin cortapisas de ningún tipo y con toda la pasión de la que era capaz.
Lo cogí de la mano y tiré de él en dirección al dormitorio. Una vez allí lo tiré sobre la cama, me senté junto a él y me dispuse a desvestirme, pues estaba deseando hacerlo mío. Pero él me detuvo con un gesto solemne y me dijo:
—¡Ese no es el trato, Sr Ramírez! Usted ha dicho que estaba a mis órdenes, ¡así que haga el favor de ponerse de píe!
No sabía que pretendía, pero fuera lo que fuera no me preocupaba pues sabía que me complacería. Así que me levanté y me coloqué junto a él, de forma casual mi paquete quedó a la altura de su cara. Sus lascivos ojos me miraron y me dijo:
—¡Ahora estese quietecito, no se ponga nervioso!
Al mismo tiempo que se incorporó, comenzó a pasear sus dedos por el bulto de mi entrepierna. Al llegar a mi altura, él desabrochó uno a uno los botones de mi azul camisa, fue descubrir que llevaba una camiseta de tirantas debajo y se separó de mí mordiéndose el labio débilmente.
Desde una distancia de dos metros me pidió que me quitará la camisa, se me quedó mirando como si tuviera ante sí una representación divina. Y tras uno cuantos “¡joder, joder!” musitados entre dientes, me pidió que me quitara la camiseta interior y mientras me despojaba de ella, se agachó ante mí, morreó mi paquete por encima del uniforme, dejando a su paso un minúsculo mar de babas en la parte de mi bragueta…
Hábilmente, como si lo hubiera estado haciendo toda la vida, me quitó el cinturón y bajó la cremallera, olisqueó como un perro el bóxer y acto seguido liberó a mi polla de su encierro. Aspiró el aroma que emanaba mi pene y sin pensárselo más, se la introdujo en la boca.
Al principio jugueteó con su lengua por los pliegues del glande, más tarde golpeó suavemente la violácea cabeza con la lengua y sin dejarme asimilar tanto placer, se echó un escupitajo en la palma de la mano, comenzó a masajear mi endurecido miembro y fue alternando las caricias de su mano con el calor de su boca.
La dedicación que Mariano ponía en suministrarme placer se vio ampliamente recompensada, pues comencé a jadear satisfactoriamente y de manera incontrolada. Sin interrumpir lo que estaba haciendo, se dio las trazas de quitarme el pantalón, dejando que resbalara hasta mis tobillos, posó sus dos manos sobre mis glúteos y fuertemente empujó estos hasta que mi verga hizo tope con su garganta.
Tras soportar unas pequeñas arcadas reanudó con más brío la mamada y apretando fuertemente mis glúteos se la tragó casi al completo. Preso del ardor del momento, mis movimientos de pelvis sustituyeron a sus manos en aquel meter y sacar mi polla de su boca.
Alargamos el placentero momento todo lo que pudimos, mi amigo solo se detenía para respirar o cuando mi brusquedad le provocaba unas leves nauseas. Nunca antes había aguantado tanto con una mamada, ni siquiera con una de él. Sus fogosos labios alrededor de mi cipote me regalaban la mejor de las sensaciones, todo mi cuerpo vibraba de la emoción, no quería que aquello terminará nunca… Pero todo lo que empieza acaba y cuando el placer llamó a mi mente, en vez de detener mis envites contra la cabeza de Mariano, proseguí bombeando con más fuerza, inundando su garganta con el geiser que brotó de mi uretra.
Haciendo uso de la confianza que nos unía, agarré su cabeza fuertemente contra mi pelvis, como si no quisiera que ninguna gota de semen se escapará de sus labios.
Una vez me terminé de correr, tiré de él hacia arriba y cuando tuve su rostro a mi alcance, hundí mi lengua en su boca. Los restos de esperma que aún quedaban en su lengua, se mezclaron con mi saliva, no puedo decir que su sabor me agradara pero tampoco me dio asco.
Sin dejar de besarlo, le arranqué la poca ropa que llevaba de un modo bastante rudo y lo empujé sobre la cama. Desde que Mariano me contara sus andanzas con el dichoso catalán, la práctica del beso negro se había convertido en una especie de obsesión para mí. Sin contar siquiera con su aprobación, gire sus piernas hacia su pecho hasta que conseguí colocar su agujero frente a mi boca y hundí mi lengua en él. Aunque no tenía un sabor especial, el estrecho y rasurado orificio emanaba un olor que produjo en mí sensaciones muy extrañas, fue empapar aquel caliente agujero con mi saliva y mi amigo llenó el aire con descompasados gemidos, lo que me animo a seguir con más ímpetu.
A pesar de lo incomodo de la postura de Mariano (tenia hundida la barbilla en el cuello y estaba sostenido prácticamente por mí), le pedí que se masturbara mientras yo le chupaba el culo. Con un poco de esfuerzo por su parte comenzó a masajear su polla, la cual estaba tiesa como una piedra. Poco después un chorro de leche impregno su pecho y con tanta fuerza, que algunas gotas llegaron hasta su cuello incluso.
Le bajé las piernas y tendiéndome junto a él, lo besé tiernamente. No sé lo que será la felicidad y si existe siquiera, pero si la hay, creo se debe parecer mucho a lo que ambos sentíamos en aquel momento.
Por primera vez desde que comencé a mantener relaciones con mi amigo, la loza de la culpabilidad no me aplastaba, al contrario no imaginaba otro sitio donde estuviera mejor, que no fuera allí con él.
Al volver de la ducha, él se había encargado de recoger un poco el desaguisado que habíamos liado en el cuarto. Sé que lo habitual hasta aquel momento había sido que tras el momento de sexo yo me marchara, pero como no tenía nadie esperando en casa y no había mejor lugar que aquel para mí. Eché las sabanas para atrás y me acosté en la cama de Mariano, dejando estratégicamente el espacio suficiente para que él lo hiciera junto a mí.
Cuando sentí que salía de la ducha me hice un poco el dormido, al sentir como se tumbaba junto a mí, estiré mi brazo y lo acerque a mi pecho. Una sensación de paz me invadió y me quede dormido.
Continuara en: “Si pudieras leer mi mente”
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