El pequeño Lucho… ¿Pequeño?

FECHA: 3/26/2014

Hola, soy Abril, tengo dieciocho años. La historia que les voy a contar me sucedió a los catorce.

De niña me sentía como el patito feo, era regordeta, con un rostro inexpresivo, baja de estatura. Digamos que en la escuela, fuera de Lucho, (Luis), mi compañero de banco, no muchos más notaban mi existencia, a excepción claro está, de los bromistas que gustan de burlarse de los rasgos físicos de los demás, como si ellos fueran divinos. Como nos sentaban por orden de estatura, Lucho y yo siempre ocupábamos el primer banco de la primera fila, recibíamos las pelotitas de papel que nos lanzaban por la cabeza desde atrás y éramos el blanco de todos los abusos que otros consideraban diversión.

Para mis trece años, ya en el liceo, (colegio secundario) el estirón de la adolescencia me sorprendió tempranamente como si se tratara de una respuesta a mis plegarias. De pronto me encontré con 1,65 m. de estatura, 86 cm. de busto, 90 cm. de caderas. Algún kilo de más abultaba en mi cintura, pero lo más sorprendente es que mi rostro empezó a afinar sus facciones. Mis labios de por sí tenían un interesante contenido carnoso. Mi mentón se quedó pequeño y redondo, igual que mi nariz y mis orejas. Mis ojos marrón miel eran grandes y dejaban un lindo margen para delinearlos y maquillados, se veían hermosos. Mis mejillas delicadas pero carnosas, completaban un rostro que no era perfecto, pero al menos, bastante lindo. Mi piel cobriza lucía siempre suave y lozana. Mi cabello castaño también era de tono cobre, sedoso y lo usaba bastante largo.

Tras una consulta médica, el doctor me recomendó que practicara deporte. Me explicó que cuanto más temprano viene el desarrollo físico, más temprano se puede perder la forma, sobre todo si en la familia hay tendencia a la obesidad. Considerando que mi madre era alta y gorda, igual que mi abuela (su madre), me imaginé a mí misma así, e inmediatamente comencé a temer que las burlas de los demás me perseguirían de por vida.
Me inscribí en un club para practicar natación y gimnasia aeróbica. El primer deporte favoreció el ensanchamiento de espalda, hombros y con ello el busto, que en poco tiempo llegó a medir 92 cm. La aeróbica me ayudó a perder esos kilos de más, dejando una cintura de 60 cm. y además me permitió marcar ciertos músculos, en especial en muslos y brazos. Me veía muy bien y me sentía mucho mejor. Era como si hubiese nacido otra vez en un cuerpo bien distinto.
Comencé a vestirme diferente. Me animé a usar ropas ajustadas, minifaldas, tops escotados, y cuando comenzó la época de las fiestas de quince, Me peinaba, me maquillaba y me mandaba con vestidos cortos que se ajustaban a mi cuerpo como una segunda piel. Los tacos altos eran como un pedestal que realzaba la belleza de unas piernas que dejaban a muchos diciendo pavadas.

Lo único que no me gustaba es que normalmente Lucho no iba a esas fiestas, ya porque no lo invitaban o porque él mismo no quería. Su estirón no llegó como el mío. Se mantenía pequeño, se veía debilucho, las burlas seguían sobre él y en ocasiones llegaban a maltratos físicos. En mi caso dejé de ser el blanco de burlas. Las cosas que comenzaban a decirme eran en un tono muy diferente. Me piropeaban en todos lados y sin importar cómo vistiera. Con jeans, con faldas, vestidos, me resultaba difícil salir a la calle con mi uniforme escolar ya que mi jumper terminaba en falda corta y tableada. Y que no se me ocurriera mostrarme con los diminutos shorts y tops de la aeróbica, porque paraban los automovilistas, para seguirme despacito e invitarme a subir. Por supuesto que yo ni les dirigía la palabra, seguía caminando siempre mirando hacia delante. Mi educación influía. No me sentía una puta. Sin embargo, bien en el fondo, me gustaba sentirme deseada, que no es la misma cosa.
En el liceo siempre estaba rodeada de varones. Tenía innumerables propuestas para salir, las cuales yo rechazaba, porque todos me invitaban para la noche y mis padres no me daban permiso. No obstante yo fantaseaba con todo aquel excitante cortejo del que era objeto, en especial porque algunos de esos chicos me gustaban. De modo que las imágenes mentales que me grababan, no tardaron en llevarme a la intimidad de mi dormitorio para empezar a explorar mi cuerpo, ese que acaloraba tanto a los muchachos y muy pronto descubrí el placer de la masturbación.

La internet contribuyó enormemente a incentivar mis fantasías con alguna porno que de vez en cuando descargaba y con el correo electrónico, usando apodos que encubrieran mi identidad, comencé a experimentar el ciber sexo. Algunos lo hacían desde un perfil romántico que transportaba por las nubes y me encendía a mil. Otros llegaron a hablarme muy sucio, poniéndome a nivel de puta. Al principio me asqueaba, pero con el tiempo también me llegó a excitar. En todos los casos esas relaciones duraban poco, porque no tardaban en pedirme un cita en persona y ahí era cuando yo desaparecía. Me sentía como una pequeña liebre perseguida a escopetazos por cazadores.
Un día llegué a pensar muy seriamente que eso de la masturbación no estaba mal, es decir, era placentero. Pero mi cuerpo empezaba a pedirme algo más que suaves dedos frotadores. Más y más me convencía que se acercaba el momento de que mi vagina recibiera un pene. Una pija… una verga… una garcha… una chota… una poronga… un buen sable, un chorizo revuelto con huevos… es increíble la cantidad de sinónimos de pene que el ciber sexo me había enseñado. Pero yo necesitaba uno real… un buen pedazo de carne viva que me invadiera hasta lo más profundo posible y me hiciera mujer por primera vez. Claro que ese no era un objetivo fácil, considerando la estricta vigilancia de mis padres.

Un día, al salir del liceo, venía caminado con Lucho. El vive a una cuadra de mi casa y por eso siempre íbamos y volvíamos juntos del cole. Tres muchachos que pasaban me miraron y me empezaron a decir guarangadas. Uno me gritó: “Mamasa… te chupo toda…”
Como siempre no les di bola, pero Lucho le respondió: “No te gustaría que a tu hermana la traten así”. ¿Para qué?… el loco se le vino encima y sin mediar palabra le dio un tremendo puñetazo que lo tumbó y le dejó la nariz sangrando. “Vas a ver lo que te pasa por meterte”. Pensé que lo mataban, pero por suerte, estábamos cerca de casa y unos vecinos que vieron la agresión se metieron a defender y los tipos se fueron corriendo como buenos cobardes que eran. Yo solo atiné a extraer de mi mochila unos pañuelos descartables para tratar de contener la hemorragia y junto con los vecinos, acompañamos a Lucho hasta su casa y le explicamos a su madre lo sucedido. Por suerte, nada roto, así que no era grave.

Cuando llegué a casa me encontraba nerviosa. Le conté todo a mi madre y se preocupó por Lucho, ya que lo conocía desde que nació. La tranquilicé diciéndole que estaba bien, y me fui a tomar un baño. Nunca me había masturbado bajo la ducha, pero esa vez no pude evitarlo. Tras acabar en un intenso orgasmo, me di cuenta que el hecho violento me había excitado, pero no por los tres tipos, que eran un asco. Fue por Lucho, que a pesar de ser pequeño y débil, saltó por mí y me defendió. Yo no le pedí ayuda… salió de él. ¿Sería su forma de decirme que yo le gustaba?. En fin… conocía a Lucho desde siempre, compartimos muchas cosas, pero nunca me había pasado esto.
Lo cierto es que aunque el golpe no fue grave, Lucho no concurrió al liceo por el resto de la semana. La impotencia de ser débil lo indignaba y lo sumía en la vergüenza. De modo que todas las tardes yo lo visitaba en su casa, le llevaba los apuntes de clase y trataba de animarlo. Recuerdo que el primer día de su ausencia en el liceo, al salir me tuve que volver sola. Al pasar por un pequeño kiosco, del cual yo no era cliente habitual, vi preservativos en la vitrina. Por suerte atendía una mujer joven, de unos treinta años. Le señalé el producto y le pregunté cuanto costaba la caja de tres. Me dijo el precio, le ofrecí el dinero y me dio los condones. Fui a casa, me duché, almorcé y arranqué para lo de Lucho. Iba con una falda tableada no muy corta, pero sobre las rodillas y una playera tipo musculosa, bien ajustadita.
Al principio no quería recibirme, pero yo le dije que no podía hacerme eso, que me sentía culpable (mentira: me sentía excitada, pero él no lo sospechaba) y que no le quedaba otra que recibirme y estudiar juntos, para no atrasarse. No podía quedarse encerrado en su casa para siempre. Debía volver a su vida normal. Como su padre estaba en su trabajo, solo nos acompañaba su madre. La mía me daba permiso de visitar a Lucho encantada, porque lo adoraba. Supongo que también lo consideraba inofensivo para mí… “sorry, ma… craso error…”
Una tarde, la madre de Lucho tenía que ir al centro a hacer unos trámites. Considerando la distancia y lo que tenía que hacer, nos dejaba unas tres horas para estar solos. Esperé unos minutos por las dudas que volviera por alguna cosa olvidada. Pero mi mente ya se empezaba a distanciar de las cuestiones de estudio y mi concha comenzaba a humedecerse en respuesta a los pensamientos que me invadían, como si yo hubiese dejado abierta la puerta de mi corralito hormonal. Unos veinte minutos más tarde no aguanté más.

Comencé muy disimuladamente, por arrimar mi silla bien cerca de la de él. Miraba su cuaderno, como si quisiera leer algo que él escribió y cuando nuestros rostros estuvieron casi pegados uno al otro, me abalancé sobre su boca y comencé a besarlo. Recuerdo que mantuve mis ojos abiertos (y desde entonces me encanta besar de esa manera, sin perderme de nada). Sus ojos se abrieron bien grande, acusando la sorpresa por mi acto, pero enseguida comenzaron a cerrarse, en tierna señal de entregarse al momento y disfrutarlo. Del húmedo roce de los labios, no tardamos en pasar a juntar nuestras lenguas. Fue un momento sumamente delicioso que duró un par de minutos y que atesoro en mis más queridos recuerdos.
Concluido el beso y mientras aún recuperaba su aliento, me preguntó por qué lo besé… “Es que hasta ahora no te había agradecido debidamente por defenderme”. Me dijo que era el mejor agradecimiento que había recibido en su vida, lo cual me conmovió. Creo que desde mi estirón, había olvidado lo feo que se siente ser objeto de burlas y abusos, pero yo lo sabía por experiencia propia. Le sonreí y le dije: “aún no termina… la lista de agradecimientos es larga…” y tomé una de sus manos y la dirigí hacia mis senos. La guié de lado a lado suavemente y noté como él ejercía suaves presiones sobre ellos, sin apretar demasiado. Luego llevé su mano hacia el escote y la pasé para dentro de la remera y del sostén. La excitación se patentaba en su rostro y supongo que también en el mío, porque el momento era más que disfrutable. Su mano en contacto directo con mis pechos, me transmitió una cálida sensación que aceleró mi excitación. Mis pezones estaban erectos.
Retiré su mano de ahí y sin darle tiempo siquiera a sorprenderse, me levanté rápidamente de mi silla, pasé una pierna por sobre las suyas y lo monté ahí sentado. La posición de mis piernas hacía que mi falda quedara bien abierta, de modo que ya desde el primer roce de su cuerpo con mis bragas, me llevaron a balancearme hacia delante y hacia atrás, suave y armoniosamente buscando la excitación de su miembro. De una me saqué la remera y luego el sostén, dejando que mis tetas saltaran hacia delante, una vez liberadas de sus opresoras ropas. La expresión en el rostro de Lucho fue un poema. Sus ojos y su sonrisa decían que era el chico más feliz del mundo. No tuve que pedirle nada… de inmediato comenzó a lamerlas, chuparlas, jugueteó con mis pezones, les dio suaves mordiscos que comenzaron a arrancarme mis primeros gemidos.

Yo estaba tan inmersa en el placer que si el mundo estallaba en ese momento, no lo habría notado. Sin embargo hubo algo que sí comencé a notar. Algo duro comenzaba a refregarse contra mis bragas. Yo lo sentía y pensaba que por fin llegaba el momento tan esperado. Crecía y crecía y de repente me frené, con un dejo de sorpresa en mi rostro. “¿Pasa algo?” me preguntó. Yo me puse de pie y le pedí que él también se parara. “Dejame ver, Lucho… hay algo que no me cierra”.
Me arrodillé frente a él, le bajé los pantalones, luego el boxer y mi primer contacto visual con aquel pene me dejó perpleja… “Lucho!… Qué pedazo!…” Aquel pequeño muchachito esgrimía una poronga colosal… no soy buena calculando medidas, pero después de él he estado con otros muchachos más grandes y ninguno tiene una verga como esa. Me sonrió y en tono de broma me dijo: “y bueno… soy petiso, pero me la piso…” yo largué la carcajada mientras no pude evitar pensar que si las estúpidas que alguna vez se burlaron de él en el liceo vieran esa verga, harían fila frente a la puerta de su casa rogando que se las coja.
La tomé con mi mano derecha y empecé a acariciarla suavemente, estirando su piel hacia atrás, para liberar su glande. Pensaba: “todo esto para mi primera vez…” comencé a lamer ese glande y tuve que abrir bien grande mi boca para introducirlo. Y ahí estaba yo… chupándole la pija a mi viejo amigo de toda la vida y al saborearla me sentía feliz, como si hubiera encontrado un tesoro. Qué dura que se puso aquella garcha. Me metí mi mano izquierda por debajo de mi falda y deslizando mi ropa interior, comencé a estimular mi clítoris y cuando ya ambos genitales (los míos y los de él) estaban al límite de la excitación, me puse de pie, me saqué la ropa que aún me quedaba y me tendí sobre la alfombra, donde lo esperé con un preservativo en la mano.
El también se desnudó y fue hacia mí. En educación sexual nos habían enseñado cómo colocar un condón, de modo que en un instante estaba listo para penetrarme. Sin embargo me dijo: “antes quiero probar esto” y situando su cara entre mis piernas comenzó a lamerme y ahí fui yo la sorprendida. No paré de gemir ante mi primer chupada en la concha. Fue extasiante… soberbia… intensa como nunca lo había imaginado. Fue mi primer orgasmo no provocado por mi propia masturbación. Me dejó sin aliento. Parte de mis jugos chorreaban por la comisura de sus labios, cuando tomo posición de rodillas entre mis piernas. Estiré mi mano para acariciar su infantil pecho lampiño, que para nada hacía juego con aquel pene que se disponía a viajar al interior de mi cuerpo.
Comenzó a venir sobre mí y cuando sentí que entró el glande se me escapó un gemido. Sentí la abrupta separación de mis labios vaginales que hasta ese momento habían estado juntos y pegoteados. Él se detuvo un instante y a medida que cedía el dolor le dije susurrando entre gemidos de placer: “seguí… despacio… ay! sí… así… así, papito… cómo me gusta tu pija… me gustó en la boquita y ahora me encanta en la concha…”
En un momento se detuvo. Algo le impedía avanzar. Le seguí susurrando, inmersa en el placer: “hay que romper esa barrera… dale, papi… si lo lográs, me hacés mujer… Ay!… sí… haceme tuya… sos mi primer hombre…”

Con un poco más de fuerza, pero sin ser salvaje, Lucho avanzó abriéndose paso entre mis carnes. No pude evitar que se me escapara un marcado: “AAAHHH!!!”, pero fue el último dolor que sentí. De ahí en más todo se tornó en un intenso y excitante placer. Aquella verga tan grande, gruesa y dura lograría introducirse por completo en mi concha y el vaivén suave, pero de ritmo constante al que me sometió Lucho me sumergió en un mundo de sensaciones que jamás había experimentado. Ni la mejor de mis masturbaciones se podía siquiera comparar a esta cogida. Cuando pensé que nada podía ser más placentero, Lucho volvió con su boca sobre mis pechos. La diferencia de estatura le facilitaba el llegar a ellos con gran comodidad. Qué delicia… cómo me hizo suya y cómo lo disfrutaba.
Mis gemidos eran los únicos sonidos que podía emitir. Las palabras no existían en este nuevo mundo. Alcé mis piernas para rodear sus caderas, mientras mis manos le proporcionaban las caricias que merecía por darme una primera vez tan excitante. Cuando comencé a sentir el nuevo orgasmo que me invadía, él aceleró el ritmo y yo lo abracé fuerte, patentizando ese momento en que éramos una sola carne. Lucho seguía sus embates y yo, con mi respiración muy agitada alcancé a decirle que si quería podía acabar en mi boca. De inmediato se salió de mí y se sacó el preservativo. Cuando puso su pene cerca de mi boca, yo la abrí bien grande y saqué la lengua, como si quisiera evitar la pérdida de cualquier gota. De cualquier manera el primer chorro salió tan fuerte, que que dio sobre mi cara, uno de mis ojos y llegó hasta la frente. Luego pude introducir de nuevo su pija en mi boca y atrapé el resto, y seguí chupándola, mientras aún las convulsiones seguían descargando.
Esa fue nuestra primera vez y por lo que Lucho siempre me dice, para él fue tan inolvidable como para mí. Aunque nunca fuimos novios, ni tuvimos una relación estable, en ocasiones salimos y cuando eso sucede, por lo general terminamos poniéndola. Es más, también a él le concedí mi primera vez por el culo, pero eso fue hace poco menos de un año, porque antes no me animé. Me daba miedo. Ah!… otra cosa… sobre sus dieciséis años le llegó su estirón y aunque no es tan alto como yo, con 1,62 ya no es tan pequeño y después de la confianza que adquirió en su debut sexual, ya no es tan tímido y alguna que otra chica ha experimentado como yo, el placer de hacerse dar por esa verga y terminar con una amplia sonrisa en su rostro.

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